Para esta semana debíamos hacer un homenaje a Robert Walser y su obra el Paseo. La verdad es que solo he respetado la premisa en parte: primera persona y alguna cosa mundana al principio. Después me lo he llevado un poco al agobio sin llegar al terror con un final con cierto aire desesperanzador.
Aroma de jazmín
Salí a dar uno de mis paseos nocturnos que me ayudan a dormir. No suele haber mucha gente a esta hora moviéndose por la urbanización, pero hoy no había ni un alma.
Elegí bajar por la calle central donde tantos propietarios decidieron plantar jazmín en los patios de sus chalets. Es mi lugar favorito para pasear, pues su fragancia me transporta a la infancia en casa de mis abuelos, aunque hoy lo notaba demasiado tenue.
Las farolas emitían una luz fría y tintineante. Proyectaban sombras siniestras en las que me parecía ver las figuras de amigos y conocidos, largo tiempo olvidados.
Me tuve que frotar las manos y me asusté al ver cómo salía un poco de vaho de mi boca. No tenía sentido, el verano ya estaba muy avanzado. Creo que en ese momento debería haberme dado la vuelta, pero seguí bajando por una calle cada vez menos iluminada, más lúgubre.
Mi paseo terminó cuando, en medio de la calle, vi una grieta de casi dos metros y al otro lado de la misma una piedra, en cuya superficie pude encontrar mi nombre tallado. La escasa luz de las farolas se convirtió en la luz de la lámpara de mi mesita.
Abro los ojos, de regreso en mi cama, apretándome con fuerza el brazo izquierdo que nunca me ha dolido igual. La alarma de asistencia sanitaria de mi reloj se ha disparado y no puedo evitar pensar si, en verdad, quiero que lleguen a tiempo de salvarme.

